Un
frío día de diciembre de 1861 en la ciudad de París nació un niño
al que llamaron Georges, pero él nunca se presento como tal, siempre
usaba su apellido, Méliès decía y estrechaba la mano sonriente.
Cuando era un niño siempre andaba en las nubes, únicamente bajaba a
lo terrenal para dibujar lo que había visto allí arriba o intentar
explicar sus fantasías vividas, él estaba más en la luna y con las
estrellas que en la propia tierra. “¡Vuelve al mundo real
Georges!” Le gritaba su padre, el cual era un importante empresario
en el mundo de los zapatos, todo ciudadano de París llevaban un
calzado con su nombre, y acabó enviando al joven Méliès a Londres
para aprender, como su padre, el negocio de llevar una empresa.
Al
volver a su ciudad de las luces su padre le puso a trabajar en el
sector de la maquinaria del negocio familiar, esto le llevo a conocer
la tecnología y alimentar más su imaginación. Cada noche soñaba
con viajar a la luna mientras leía a Julio Verne, se dormía sumido
en mundos fantásticos y se despertaba pensando en cosas imposibles.
El trabajo de su padre le aburría, los zapatos eran aburridos, así
que empezó a acudir a clases de teatro donde respiraba libertad,
mientras que en sus ratos libres practicaba trucos de magia.
Al
cabo del tiempo murió su padre y Méliès recibió dos cosas
favorables a cambio, el sentirse libre en relación al trabajo
familiar y una importante herencia. Pensaba que si se quedaba más
tiempo rodeado de zapatos, estos acabarían por aplastar su
imaginación, se sintió desatado y dedicó su vida a lo que más le
gustaba, crear e imaginar. Con el dinero de su padre compró el
antiguo teatro de un figura a la cual admiraba, Houdini, y empezó a
realizar sus propios trucos de magia y gags cómicos.
Pero
entonces llegó a sus oídos un rumor, la gente comentaba que dos
hermanos habían inventado una máquina que devolvía la vida a las
personas, las plasmaba en el espacio volviendo a revivir momentos
pasados. Y así fue, aquel mes de septiembre de 1895 Méliès fue a
la primera exposición pública del cinematógrafo de los hermanos
Lumière. Parecía fotografía, pero no lo era, la fotografía
capturaba un momento en el tiempo, al igual que lo hacía la muerte,
detenía a las personas en un instante y las encerraba en un pequeño
trozo de papel, sin embargo, lo que estaba presenciando Méliès era
lo contrario, los devolvía a la vida, soplaba el viento, se movían
las sombras y las personas repetían un fragmento ya pasado. Estaba
nervioso, necesitaba esa cáliz de la vida, se alzó de su asiento y
ofreció una enorme cantidad de dinero por esa creación, pero
recibió una negación por respuesta. Después de tanto tiempo se
volvió a ver frustrado, pero Méliès vivía para su sueño y nunca
se había dado por vencido, así que compró una cámara y después
de fracasados intentos lo consiguió.
Al
fin había llegado, lo tenía ante sus ojos, todo su mundo, todos sus
sueños, delante suyo en una caja. Sus viajes a lugares nunca vistos,
sus expediciones por la luna, los cuentos que le contaban de pequeño,
las leyendas de su barrio, su fantasía, su magia. Méliès ya podía
explicar lo que veía en aquellos viajes a las nubes cuando era
pequeño, lo plasmaba en sus películas que le retornaban a vivir
aventuras imposibles. Vivía para disfrutar, y trabajaba para vivir
disfrutando. No se cansaba de inventar mundos que nadie podía
imaginar, historias que ninguna persona llegaría a creer. Con casi
cincuenta años Méliès continuaba viviendo en las nubes, en las
estrellas y en la luna. Pero en una época tan frenética como la
suya, donde los años pasan como días, surgiendo cada mañana algo
nuevo y desapareciendo cada noche algo viejo, sus obras cansaron
rápidamente al público y lo que él amaba le llevó a la ruina. Poco
sabemos de Méliès a partir de aquí, sobre los años veinte actúo
en algún que otro teatro, y dicen las voces de la calle que era
aquel vendedor ambulante que frecuentaba todas las tardes la estación
de París.