miércoles, 23 de enero de 2013

La vida posiblemente imposible de Méliès.


Un frío día de diciembre de 1861 en la ciudad de París nació un niño al que llamaron Georges, pero él nunca se presento como tal, siempre usaba su apellido, Méliès decía y estrechaba la mano sonriente. Cuando era un niño siempre andaba en las nubes, únicamente bajaba a lo terrenal para dibujar lo que había visto allí arriba o intentar explicar sus fantasías vividas, él estaba más en la luna y con las estrellas que en la propia tierra. “¡Vuelve al mundo real Georges!” Le gritaba su padre, el cual era un importante empresario en el mundo de los zapatos, todo ciudadano de París llevaban un calzado con su nombre, y acabó enviando al joven Méliès a Londres para aprender, como su padre, el negocio de llevar una empresa.
Al volver a su ciudad de las luces su padre le puso a trabajar en el sector de la maquinaria del negocio familiar, esto le llevo a conocer la tecnología y alimentar más su imaginación. Cada noche soñaba con viajar a la luna mientras leía a Julio Verne, se dormía sumido en mundos fantásticos y se despertaba pensando en cosas imposibles. El trabajo de su padre le aburría, los zapatos eran aburridos, así que empezó a acudir a clases de teatro donde respiraba libertad, mientras que en sus ratos libres practicaba trucos de magia.
Al cabo del tiempo murió su padre y Méliès recibió dos cosas favorables a cambio, el sentirse libre en relación al trabajo familiar y una importante herencia. Pensaba que si se quedaba más tiempo rodeado de zapatos, estos acabarían por aplastar su imaginación, se sintió desatado y dedicó su vida a lo que más le gustaba, crear e imaginar. Con el dinero de su padre compró el antiguo teatro de un figura a la cual admiraba, Houdini, y empezó a realizar sus propios trucos de magia y gags cómicos.
Pero entonces llegó a sus oídos un rumor, la gente comentaba que dos hermanos habían inventado una máquina que devolvía la vida a las personas, las plasmaba en el espacio volviendo a revivir momentos pasados. Y así fue, aquel mes de septiembre de 1895 Méliès fue a la primera exposición pública del cinematógrafo de los hermanos Lumière. Parecía fotografía, pero no lo era, la fotografía capturaba un momento en el tiempo, al igual que lo hacía la muerte, detenía a las personas en un instante y las encerraba en un pequeño trozo de papel, sin embargo, lo que estaba presenciando Méliès era lo contrario, los devolvía a la vida, soplaba el viento, se movían las sombras y las personas repetían un fragmento ya pasado. Estaba nervioso, necesitaba esa cáliz de la vida, se alzó de su asiento y ofreció una enorme cantidad de dinero por esa creación, pero recibió una negación por respuesta. Después de tanto tiempo se volvió a ver frustrado, pero Méliès vivía para su sueño y nunca se había dado por vencido, así que compró una cámara y después de fracasados intentos lo consiguió.
Al fin había llegado, lo tenía ante sus ojos, todo su mundo, todos sus sueños, delante suyo en una caja. Sus viajes a lugares nunca vistos, sus expediciones por la luna, los cuentos que le contaban de pequeño, las leyendas de su barrio, su fantasía, su magia. Méliès ya podía explicar lo que veía en aquellos viajes a las nubes cuando era pequeño, lo plasmaba en sus películas que le retornaban a vivir aventuras imposibles. Vivía para disfrutar, y trabajaba para vivir disfrutando. No se cansaba de inventar mundos que nadie podía imaginar, historias que ninguna persona llegaría a creer. Con casi cincuenta años Méliès continuaba viviendo en las nubes, en las estrellas y en la luna. Pero en una época tan frenética como la suya, donde los años pasan como días, surgiendo cada mañana algo nuevo y desapareciendo cada noche algo viejo, sus obras cansaron rápidamente al público y lo que él amaba le llevó a la ruina. Poco sabemos de Méliès a partir de aquí, sobre los años veinte actúo en algún que otro teatro, y dicen las voces de la calle que era aquel vendedor ambulante que frecuentaba todas las tardes la estación de París.

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